Opinión

Nuevo equilibrio

Terraza de un restaurante en la playa de Matalascañas, Huelva.
Terraza de un restaurante en la playa de Matalascañas, Huelva.PACO PUENTES / EL PAÍS

El Gobierno aprobó el pasado martes el decreto con las medidas para evitar los repuntes de la pandemia de coronavirus una vez que decaiga la sexta y última prórroga del estado de alarma, el próximo 21 de junio. Para su tramitación parlamentaria, el decreto cuenta ya con el apoyo del Partido Nacionalista Vasco y de Ciudadanos, sin que quepa descartar el de Esquerra Republicana de Catalunya. Los contactos del Ejecutivo con las autonomías gobernadas por el Partido Popular le han hecho concebir esperanzas de que el texto cuente además con el respaldo o la abstención de la principal fuerza de la oposición. Estos movimientos de fondo alrededor de este decreto no han ido acompañados de un descenso de la tensión retórica, pero refuerzan la posibilidad de que el fin del confinamiento deje paso a una mayor cooperación entre los grupos.

Resultaría esencial que este giro político se consolidase, porque la denominada “nueva normalidad” solo consiste en un equilibrio precario, y también nuevo, entre los requerimientos sanitarios y la necesidad de relanzar la actividad del país una vez superado lo peor. La pandemia no ha quedado definitivamente atrás, y no es previsible que lo haga en los próximos meses. Por eso, un acuerdo político, así sea de mínimos, facilitaría que todas las Administraciones dispongan de los medios legales y materiales para prevenir un eventual rebrote y responder con urgencia en el caso de que se produjera. Entre otras razones porque el país no está en condiciones de encarar un esfuerzo equivalente al realizado desde el 14 de marzo, ni desde el punto de vista sanitario ni desde el económico. Tampoco desde el político, dado el hartazgo mayoritario de los ciudadanos hacia el inacabable espectáculo de la crispación.

Con todo, la mayor novedad que representa el decreto radica más en el mensaje implícito que lo inspira que en las medidas que recoge expresamente. En algo más de una semana, coincidiendo con el levantamiento del estado de alarma, el centro de gravedad para contener la pandemia se desplazará desde los poderes públicos hacia la conducta individual de los ciudadanos. La sensación de alivio que supondrá el levantamiento de las últimas restricciones a la movilidad no puede llevar a relajar los hábitos de higiene y distanciamiento adquiridos durante el confinamiento, además de incorporar otros nuevos, como el uso generalizado de mascarillas. La evidencia que se ha ido imponiendo a partir de la experiencia acumulada es que la prevención de los contagios, así como la detección precoz cuando se producen, es la única garantía disponible para evitar la saturación de los hospitales y el incremento de la mortalidad.

Los expertos sitúan la mayor probabilidad de un rebrote alrededor del próximo otoño, dependiendo de que se confirme, o no, la estacionalidad del coronavirus. Esta mayor probabilidad no puede confundirse, sin embargo, con una maldición. No solo la virulencia de esta segunda oleada que nadie puede descartar, sino también su ritmo de propagación y su extensión, dependerán de cómo se aprovechen estos meses. A diferencia de lo sucedido cuando saltaron las alarmas en la ciudad china de Wuhan, hoy se sabe que la lejanía geográfica no libra a ningún país de enfrentarse a la enfermedad. Tampoco a ningún ciudadano, sabiendo, como ahora se sabe, que el hecho de que un riesgo sea remoto no desmiente que siga siendo un riesgo.

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