El último zumbido de las abejas: el fuego quema las alas del futuro
Las llamas devoran el bosque mientras el humo se despliega en el horizonte como un presagio oscuro que no distingue fronteras entre la Chiquitanía y la Amazonía. Edith Martínez, apicultora desde hace años, observa la devastación con una tristeza profunda, una que solo quienes han vivido en comunión con la tierra pueden comprender. El silencio tras el crepitar del fuego parece más abrumador que el propio incendio, como si el campo mismo llorara en silencio.
El viento arrastra cenizas y un dolor que arde por dentro. Las abejas, compañeras fieles de Edith en su oficio de apicultora, están desapareciendo. El fuego, insaciable y cruel, no solo arrasa hectáreas de vegetación, también destruye el delicado equilibrio de la vida que ellas sostenían. «Aquí se nos está yendo más que árboles», dice Edith, con la voz quebrada pero firme. A su lado, Joaquín Zárate, otro veterano en el cuidado de abejas, asiente en silencio. Ambos comprenden el impacto de lo que está sucediendo, el futuro incierto que se avecina.
Cada regreso al campo es una agonía para Edith, quien, al reunir a sus asociadas—todas mujeres dedicadas al dulce oficio de la miel—, apenas puede contener las lágrimas. No es solo la pérdida de colmenas cuidadosamente cultivadas con esmero, es la vida silvestre misma la que se esfuma.
Las abejas nativas, habitantes de estas tierras desde tiempos inmemoriales, se extinguen a medida que las llamas avanzan. «Cada colmena que se quema es un eslabón roto en la cadena de la naturaleza», murmura Marcos Delgadillo, apicultor y apiterapista, su mirada perdida en el horizonte, donde el humo se eleva como una herida abierta en el cielo.
El fuego no discrimina. Más de seis millones de hectáreas han sido devoradas en Bolivia, destruyendo la flora de la que dependen las abejas. El polen, el néctar, todo se reduce a cenizas. «Las plantas que deberían haber florecido en agosto no lo han hecho. Esa demora es fatal, no solo para nosotros, los apicultores, sino para todo el ecosistema», comenta Zárate, su mirada fija en los restos carbonizados de lo que alguna vez fue un paisaje vibrante y verde.
Cada abeja que se pierde es una señal de alarma que, sin embargo, pocos parecen escuchar. «Dependemos de ellas para comer», afirma Delgadillo, y no es una simple metáfora. El 70% de los alimentos que consume la humanidad es el resultado directo de la polinización que realizan las abejas. Sin ellas, advierten los expertos, el colapso del sistema alimentario podría ocurrir en menos de cinco años. «Pensar en un mundo sin abejas es aterrador», añade Joaquín, con un nudo en la garganta.
El fuego arrasa con la vegetación, pero el impacto va más allá: afecta la reproducción de las plantas, interrumpiendo la polinización y, con ello, el ciclo natural. «Sin abejas, no hay flores; sin flores, no hay néctar. Es un círculo perfecto, pero también muy vulnerable», explica Marcos con la calma de quien ha dedicado su vida a comprender estos ciclos.
El peligro no es solo ecológico: la agricultura también está en riesgo. La pérdida de abejas afectará la calidad y cantidad de las cosechas, poniendo en jaque la seguridad alimentaria de miles de familias que dependen de la tierra para sobrevivir.
Pero las llamas no son el único enemigo. Aún aquellas abejas que logran escapar de los incendios enfrentan una nueva amenaza: el aumento de las temperaturas globales. «Las abejas ayudan a regular el calor del planeta mediante la polinización, manteniendo el equilibrio natural», explica Delgadillo. Sin ellas, el calentamiento global podría acelerarse, intensificando los deshielos y generando consecuencias catastróficas.
Y cuando el día termina y las llamas se apagan temporalmente, el verdadero horror se revela. «Durante el día, algunas abejas logran escapar, pero en la noche, cuando todo está quieto, no tienen oportunidad. Mueren por millones en sus colmenas», lamenta Marcos. El silencio tras sus palabras pesa como una sentencia.
Los apicultores lo saben: lo que está en juego no es solo su sustento, es el futuro de todos. «El daño es inmenso, irreparable», dice Joaquín con un suspiro de resignación. Las abejas no son solo productoras de miel, son guardianas silenciosas del equilibrio natural, y su pérdida desataría una reacción en cadena que afectaría a cada ser vivo del planeta.
El humo sigue flotando en el aire, recordándonos que cada chispa que desata un incendio forestal trae consigo consecuencias que van mucho más allá de lo visible.